Cada vez que voy a ver una maratón, e incluso una media maratón, lloro, grito, me arrebato. No sólo cuando llega mi hermano A., como un ciclón algo desactivado ya y sin perder la sonrisa, sino cuando veo doblar la curva al ganador, que siempre es un africano negro, azabache brillante, y avanza con zancadas de gacela hacia a la meta, en un rapto de…