A veces recorro en Madrid todas las casas en las que he vivido. La ruta incluye los hospitales donde nacieron las chukis, a las que les explico con entusiasmo recidivo tres o cuatro detalles del asunto y ellas responden: “eso ya nos lo has contado mil veces, pesada”.
La repetición te la entregan en el kit de la maternidad. “Corre, corre”. “Deja ya de peinarte y desayuna”. “Hoy toca pelo”. “Dame otro beso, anda”, “¿Ya te has gastado la paga?”, “media hora de I-Pad y lo apagas”,”Aunque nos enfademos nos queremos” o “¿eso de ahí son mocos?” son algunos de los leit motiv de nuestra vida cotidiana. Un compendio intelectual que resume la condición de guía de una grey que va creciendo y te suelta bombas napalm como esta:
-“Tu problema es que eres demasiado perfecta y las perfectas asustan” (adolescente, hora de la cena. Delante de una tortilla de patatas que se te va a indigestar desde ese momento).
-Pues tu problema es que soy tu madre y no hay repuesto.
Dicho lo cual, escocida por su comentario, le enumero alguno de mis defectos: “Me repito, ya sabes, soy una babosa besucona, comparto mal la cama. Madrugo mucho. Detecto la mentira al vuelo, corrijo las palabras mal empleadas, vomito en los coches (sobre todo si huelen a nuevo), me pierdo en la carretera y no me dejo llevar en ningún baile de pareja”.
Un hijo siempre es implacable. Más si es adolescente y te puntúa cada desliz. A un hijo adolescente se le quiere a veces porque no te queda otra y porque en el fondo su ira porculera es conmovedora.
Y luego están sus hurtos y pequeños apandamientos. Porque si tienes la desgracia de compartir talla con tu hija adolescente, notarás desapariciones repentinas en tu armario. Hoy una camiseta, mañana un vaquero, al día siguiente un sujetador y sus braguitas. Y cuando estés a punto de ir al neurólogo por si es un principio de Alzéimer, te acordarás de que tienes una urraca que lleva tu apellido y, tras una visita a esa selva tupida que es su ropero, encontrarás el botín, o una parte del mismo porque tu hija es muy capaz de prestar tu ropa a sus amigas, la muy asquerosa.
Y entonces le echas en cara su condición de ladronzuela, y ella a ti que te has bebido una cerveza en martes, y que el alcohol no es bueno, que ya se lo has dicho tú, y tú a ella que tiene su cuarto desordenado, y ella a ti que estás enganchada al ordenador, y tú a ella que controla demasido a su hermana, y ella a ti que te ríes como un loca desequilibrada… y así pasan los días y las frases se convierten en rituales cálidos que son el amor aunque no siempre lo veamos.
-Chicas, ¿queréis que cenemos en el chill out esta noche? (terracilla venida a rincón moruno/merendero donde nos instalamos desde la primavera a imaginar que afuera hay mar en lugar de asfalto)
-Yupiiiiiiiii! Sí, venga, enana, traéte la música. Mamá, ¿podemos beber una Fanta?
Y así hemos entrado en la primavera y anoche, juntas las tres, buscábamos barcos y botines de piratas en la fachada de enfrente mientras sonaba Vinicio de Moraes y yo sorprendía a Minichuki en una trola venial y mi adolescente me explicaba no sé qué juego de hipnosis y yo me llevaba un trozo de tortilla a la boca y pensaba que todo está en su sitio, que el sistema más imperfecto tiene instantes en los que roza la perfección, y entonces se te apodera una exaltación que incomoda a tus hijas y roza el paroxismo cuando inevitablemente sueltas una de esas frases repetidas hasta la extrema unción.
-Chicas, ¡qué suerte tengo de que seais mis hijas! ¿Alguna quiere dormir conmigo hoy?
Y Minichuki salta alborozada y la adolescente te suelta: “Ni se me ocurre, eso ya pasó, pesada”.