Minichuki ha empezado a llamarme a la centralita del trabajo en lugar de a mi móvil. “Me hace ilusión preguntar por ti, me siento más mayor”, exclama. Para ella marcar y que le coja una voz extraña es un desafío. Luego pronuncia solemne mi nombre y mi apellido y la telefonista puede que piense que se trata de una broma, pero me la pasa.Y Minichuki celebra su hazaña con su risa cascabel.
Miedo me da que esto sea la antesala de otros cambios más drásticos, como dejar de disfrazarse cada día, o de arrebujarse conmigo en el sofá. Los indicios de madurez son como el pelo. Un día te levantas y se te ha arruinado el corte. Entonces toca ir urgente a la peluquería. Una hija de once años es una “preadolescente“, como ella misma se encarga de recordarme, y parece tener prisa por avanzar porque considera que eso le daría patente de corso para pegar portazos en casa, hacer mohínes de asco a la cena o sumergirse en el teclado de un smartphone que no tiene pero sus amigos sí: “Soy la margi de la clase“, nos sentenció anoche a su hermana y a mí.
![]() |
Alien |
Sentirse marginada por no tener móvil pero no por jugar al fútbol en un equipo masculino mientras tus amigas juegan a princesas suena algo contradictorio. Una señal de que la pubertad va viento en popa a toda vela. Menos mal que a ratos sale la Minichuki de siempre, la niña vivaz y observadora capaz de extraer conclusiones insólitas: “Mama, ¿has conocido en tu vida a alguien que se llamara María y no fuera mala?”. ¡Pues claro!, respondo, y le doy varios ejemplos porque a mi hija no se la convence así por así. Al parecer en mi familia las Marías causan estragos. Mi adolescente se las tuvo que ver hace años con una que practicaba bullying cuando aún no se sabía abrochar sola el baby. Y romper con ella fue un suplicio en el que nos involucramos su padre y yo y cuya consecuencia fue que la madre de la niña nos daba la espalda en el patio del colegio. Secretamente siempre pensé que la niña sería delincuente y saldría en los Telediarios, y aún está a tiempo. Por el momento ha colgado los estudios y ejerce de pandillera local. La última vez que la vi guiaba a un pequeño ejército de chicos sumisos en fila india.
Las malas compañías no debutan en la fase teen, sino mucho antes. Y conviene detectarlas a tiempo porque de lo contrario terminas siendo un adulto intoxicado sin haber comido ostras. La infancia está plagada de malotes y malotas con mentes perversas a las que los adultos quitamos hierro. “Cosas de niños”. Y así, en la impunidad del pequeño Pony las Marías de turno perpetran salvajadas de escuadra y cartabón y dejan a otros niños a merced de sus propias armas defensivas de juguete.
Luego creces, toreas la adolescencia, debutas en la juventud y sigues conociento gente tóxica con piel de cordero. Y se supone que como adulto has hecho acopio de recursos para combatirla o, como mínimo, neutralizarla, pero no. Los divanes están llenos de gente atrapada en un bucle de infancia donde nadie se disfraza ni llama a centralitas para sentirse mayor, pero sufre el ataque de virus para los que no encuentra vacuna. Marías que se llaman de otro modo y han descubierto un flanco débil para cebarse y practicar el sadismo. Y ahí no hay madre aguerrida que vaya al patio a defenderlas.
La crueldad siempre encuentra surcos donde colarse, como el agua, como Alien en la nave Nostromo. Y conviene vigilar su paso para precintar las puertas con silicona. Anoche mi hija me hizo pensar en ello y hoy he soñado que un tipo asaltaba nuestra casa haciéndose pasar por empleado de Correos. El hombre tenía la cara de uno de mi Facebook y eso ha añadido sobresalto a mi pánico. Eran las cuatro de la mañana y he ido a la puerta a comprobar que estaba bien cerrada. Luego he pasado por el cuarto de mi ado y por el de Minichuki. Ambas dormían despreocupadamente. Parece que sus Marías respectivas hoy no estaban de servicio. Los malotes, por fortuna, no pueden colarse en los sueños con tanta facilidad como en las vidas ajenas…